jueves, 12 de enero de 2023

M encontré este archivo en mi propio drive. Ya lo inicio de otra manera como cuento fantástico

 El perro ve a los constructores de mi casa


Paula Irupé Salmoiraghi  




25 de septiembre 2022: Estoy intranquila: me tiro al sol a leer unos minutos pero sigo pensando en qué estará haciendo mi hijo en mi baño en vez de ir al suyo y si habrá evitado que los perros entren a mi pieza y me meen todo o me rompan algo. Claro que solamente Docky, el perro de la casa, es el que rompe cosas. Nuestros perros, Fido y Simón, los tranplantados como nosotros, nunca rompieron nada.

Me cambio de lugar para buscar mejor el ángulo del sol. Logro retomar un rato el placer de leer esta novela de “mujer singular” como yo. Pero de nuevo me levanto y voy hacia la cocina, intercambio un par de réplicas con mi hijo que lo ponen de mal humor y a mí me hacen sentir culpable y odiarme por sentirme así cuando no hice nada que lo justifique. 

El perro, el de la casa, el que nos dejaron acá los vendedores porque no podían llevárselo al departamento donde viven, no ha roto nada ahora pero Rafael dice que tuvo que pegarle esta mañana porque arrastró por todo el fondo un toallón que estaba colgado en la soga. Yo le cuento que antes de eso, más temprano aún, a las 8 de la mañana, ya había yo levantado y recompuesto tres macetas que el mismo endiablado había mordisqueado. A los dos nos molesta que el perro no entienda cuando lo retamos pero ambos encontramos excusas para justificarlo cuando se pasa de la raya: creemos que hay motivos para que rompa cosas más allá de ser un cachorro de 10 meses que quizás extraña a sus dueños anteriores o, con más seguridad, está acostumbrado a estar solo en la parte de atrás y “jugar” con trapos y baldes que le dejaban sin prestarle atención. 

Ayer se me ocurrió que quizás el perro me está cuidando y yo cometiendo una injusticia al retarlo. Pensé que quizás me está protegiendo de los fantasmas de la señora que vivió en esta casa hasta los 96 y murió en 2019 (no sé si acá o en el hospital, no me animo a preguntar) y de su marido, el constructor de la casa, que no sé hasta cuándo vivió acá. Incluso es posible que el perro me cuide de las energías negativas de les hijes de estes viejes muertes: les dos hermanes que me vendieron la propiedad: un hombre de 70 años, expolicía, con un arma sobre el ropero todavía en el momento en que vinimos con la inmobiliaria a ver la casa en venta y que sigue mandándome mensajes para hacerme acordar de los vencimientos de luz y gas y trayéndole comida a Docky, y una mujer menor que él pero con una parálisis casi total que la mantiene en silla de ruedas y apenas le permitió firmar la escritura.

La cuestión es que la casa me encanta: la elegimos luego de buscar y balancear opciones durante 4 años, me gusta su distribución, sus espacios verdes, sus patios, sus ventanas, su cuadra, el barrio, el chino a dos cuadras, la verdulera amable, los bondis a dos pasos, la plaza con danzas folklóricas los sábados y domingos. Lo que pasa es que ahora que estamos mudados, con paredes pintadas, bibliotecas maravillosas en pleno proceso de acomodación, ahora que estoy acá todo el día porque me llegó la jubilación un mes antes de la mudanza, ahora que podría estar feliz saltando en una pata, me siento ansiosa, asustada, todo el tiempo vigilante y pendiente de que nada vaya a “estar mal”.